sábado, 6 de noviembre de 2010

Anécdotas de viajes












Expedición Robinson

Un viaje a Cartagena de Indias, San Andrés, Santa Marta y la isla de Capurganá con más inconvenientes que satisfacciones.


Sucedió allá por 1994. Con un estrés galopante, y con muchas ganas de zambullirme en el aroma del café y el verdor de las esmeraldas de Colombia, organicé mis vacaciones al Caribe colombiano. Eran cuatro lugares los que íbamos a visitar mi hermana y yo, junto con un grupo de turistas ávidos de aventura, sol y suave arena blanca en un combo all inclusive. El primer sitio al que llegamos fue Cartagena de Indias. Digamos que todos esperábamos playas de arena blanca y aguas cristalinas de color turquesa, pero… las playas eran volcánicas, o sea… la arena no era blanca sino ¡¡¡NEGRA!!! De todos modos, era el principio del viaje y el tema no daba para debatirlo en una mesa redonda. La primera excursión fue un paseo por el barrio histórico y el clásico city tour. Luego se nos ofreció una cantidad de excursiones fuera de programa. Elegimos Islas del Rosario y el acuario. Para llegar a ese lugar, primero nos trasladaban al puerto en un extraño medio de locomoción que los lugareños llamaban chiva rumbera. Era una suerte de carromato al que había que treparse como un mono. Recuerdo que me subí sin demasiados problemas, pero al bajar, resbalé y caí sobre mi rodilla izquierda. Allí comenzó mi odisea. Mientras yo yacía en el suelo, un italiano gritaba: “Acqua, acqua, per pulire la ferita”. O sea, pedía a los gritos agua para limpiar la herida. El agua apareció e inmediatamente se acercó un joven y me dijo: “Son 200 pesos”. Después de pagar esa suma y arrastrarme a la lancha, allí me limpiaron la herida con un desinfectante y me pusieron gasas. En Islas del Rosario no pude moverme, sólo conversar con los turistas. A la vuelta, llegué al hotel de Cartagena, fui a la enfermería y me curaron la herida. Al día siguiente íbamos para Capurganá, una isla donde se hacía turismo aventura, no había agua caliente y fuera del complejo turístico, la pobreza era extrema. El guía nos recibió calurosamente y nos presentó a los habitantes de ese complejo: Pepa y Juan Carlos, dos hermosos papagayos; Micaela, una simpática mona; un coatí, varios patos y varios pavos. Luego de ver mi rodilla vendada, me advirtió que no iba a poder hacer una de las excursiones, la caminata por la selva, pero que la excursión a la frontera con Panamá en lancha, Sapzurro y La Miel, la podría hacer perfectamente. En el complejo todo era tranquilidad, paz y placer. Pero no duraría mucho tiempo. Llegó el día de la excursión en lancha. Al parecer, el guía de turismo había tenido mucha sed… y se tomó hasta el agua de los floreros. Borracho y loco, se subió a una de las lanchas conducida por un suicida. El viaje fue aterrador, la velocidad de las lanchas hacía que pensáramos que ese era nuestro último viaje. La gente rezaba, hacía control mental o simplemente vociferaba expresiones por demás soeces contra la agencia de viajes, los guías, el conductor de la lancha y hasta contra las olas del mar. Al llegar a la primera playa, donde teníamos una caja con una vianda que contenía UN sándwich de pan y queso fresco, nos encontramos con la sorpresa de que no había muelle y había que tirarse al agua para llegar a la playa. Yo me saqué la venda y me subí a caballito de uno de mis forzudos compañeros que me llevó hasta la orilla sin quebrarse la espalda (todo un logro). Sentada en la arena, con mi magra vianda y un aspecto deplorable, pensaba en quién me había mandado hacer ese viaje espantoso. En eso se acercó un perro flaco, con cara de no haber comido en varios días… y sí… le di el sándwich, si de todos modos íbamos a almorzar más tarde. El viaje en lancha proseguía hasta la otra playa, que sí tenía muelle, pero… al llegar, el guía, que estaba tratando de tenerse en pie por su extrema ebriedad, me ofreció darme la mano para que mi pobre rodilla no sufriera más y pudiera pasar al muelle. Resultó que me dio la mano, pero se cayó y yo quedé como Tupac Amaru, una pierna en la lancha y otra en el muelle. En mi desesperación, me tiré sobre el muelle y caí sobre la rodilla afectada. El guía me gritaba que la culpa era mía por haberme tirado sobre la rodilla enferma y mis compañeros de viaje, mientras tanto, se peleaban con él porque el almuerzo con que nos esperaban había que pagarlo (¿no era all inclusive?). Entre nuestros gritos, las protestas de la gente del restaurante y las extrañas justificaciones del guía, nos declaramos en huelga de hambre y nadie almorzó. El viaje de vuelta fue tan aterrador como el de ida. Entre rezos, súplicas y llantos, llegamos a Capurganá nuevamente, hambrientos y por demás angustiados. Me aconsejaron que fuera a ver al médico del pueblo, quien me dijo que mi rodilla necesitaba un desinfectante y un cicatrizante, pero él ni siquiera tenía algodón en su consultorio. Por lo tanto, lo único que se podía hacer era lavar la herida con agua, y rezar para que no se infectara. La esperanza era San Andrés, en dos días viajaría allí y no tendría ningún problema de abastecimiento. Llegué a mi cabaña arrastrando mi pierna, hecha un despojo, con la cara desencajada y un hambre de lobo. Me lavé la herida, me recosté en la hamaca paraguaya que estaba delante de la cabaña con la pierna en alto y me dormí. De pronto, desperté con la sensación de una presencia extraña: sobre mi regazo estaba durmiendo el coatí, muy cómodo, convencido de que había encontrado un almohadón mullido donde se podía hundir hasta el infinito, y más abajo, la mona Micaela lamía mi herida con mucha determinación, como quien sabe perfectamente lo que hace. Y la rodilla no se infectó.
Así fue como llegó el día de la partida hacia San Andrés. En el “aeropuerto” de Capurganá nos esperaba la avioneta que nos conduciría a Cartagena, lugar donde nos esperaba nuestro guía que nos acompañaría a San Andrés. La avioneta tenía diez asientos, pero nosotros éramos doce. O sea, dos chicas debieron viajar paradas. En Cartagena volvieron a oírse nuestros gritos e insultos de indignación por lo que habíamos vivido en la avioneta. Llegamos a la isla de la fantasía. Desde el avión se veía el agua color turquesa y la ansiada arena blanca. Al llegar al hotel, tuvimos que esperar varias horas a que nos dieran la habitación, con lo cual perdimos el almuerzo. Cuando finalmente nos ubicaron, me puse la malla y fui hacia la playa: arena blanca, mar turquesa, con pececitos de colores… Fui lo más rápido que pude con mi rodilla maltrecha hacia el mar, pero un enorme coral me frenó la marcha. Ya no sólo tenía la rodilla averiada, también tenía el pie azul del golpe contra el coral. Fui hacia el hotel, me senté en el hall y me puse a llorar desconsoladamente. Me rodearon un montón de alemanes y holandeses, todos provistos de zapatillas de goma para no lastimarse con los corales, que me miraban y trataban de comprender lo que me pasaba. Después de una continua incomunicación con esta gente, sólo me quedaba la queja, la pelea y la discusión. Pero eran mis vacaciones y yo había ido a descansar. El último lugar fue Santa Marta. Con desconfianza y miedo, llegamos tímidamente al último punto del paquete turístico. Aparentemente, todo estaba tranquilo, parecía que se había terminado la odisea y que por fin podríamos disfrutar de la playa, el sol y el mar… el mar: era una sopa, y lo más extraño era que había unas sardinitas que se acercaban a las piernas de los bañistas distraídos y generaban confusos episodios. En un momento, estábamos todos juntos en el mar y yo advertí la presencia de estos bichitos. Una de mis compañeras de grupo gritó: “¡Tiburones!”. Y otra, al escuchar esto, salió desencajada del agua, gritando, y se cayó, con tanta mala suerte que se rompió el brazo.
El ansiado regreso se hizo esperar ocho horas en el aeropuerto de Bogotá, en un vuelo complicado, ya que hubo que compartirlo con la selección nacional de Colombia, hecho que nos convirtió en pasajeros de segunda, puesto que los jugadores gozaban de todo tipo de prioridades y mimos, traducido en comida, mantas, almohadas y demás detalles que casi me generan un ataque de ira y un deseo profundo de cortar los rulos del Pibe Valderrama y hacerme una peluca. Finalmente, el vuelo llegó a mi Buenos Aires querido. Un amigo me esperaba en Ezeiza y cuando me vio me dijo: “No tenés cara de haber descansado mucho, estás ojerosa… je je, mucha joda, ¿no?

Marta Gatti

¿Dónde estamos?

Estamos en Cartagena de Indias, Colombia, a orillas del Mar Caribe. Cartagena es reconocida por la Unesco como Patrimonio Histórico y Cultural de la Humanidad, fue fundada en 1533 por el español Don Pedro de Heredia. El barrio histórico es un imperdible. Islas del Rosario y el acuario conforman una excursión interesante. También se trata de un lugar apto para buceo.
Capurganá está entre la selva y el mar, en el Caribe colombiano.
Se trata de un destino para pocos, alejado del bullicio, sin vendedores ambulantes, pero con un comercio llamativo, artesanías y vida nocturna; además con una gastronomía basada en pescados y mariscos.
Playa Soledad, la isla de los pájaros, el aguacate, el hoyo soplador y Sapzurro son algunos de los sitios de interés cercanos a Capurganá.
El Departamento de San Andrés y Providencia está ubicado en el sector occidental del mar Caribe o de las Antillas, al noroeste del territorio continental nacional, aproximadamente a 700 Km de la costa norte colombiana.
El departamento está conformado por las islas de San Andrés, Providencia y Santa Catalina, por los islotes o bancos de Alicia, Serrana, Serranilla y Quitasueño, por el bajo Nuevo y por los cayos principales denominados Alburquerque, Roncador, East South East, Blowing Rocks, Cangrejo, Casabaja, Córdoba, Valle, Hermanos, Rocoso, Rosa. (Rosecay), Santander y Sucre (Johnny Cay).
Santa Marta
Lo destacable de esta ciudad es el Parque Tayrona, la sierra Nevada de Santa Marta, Taganga y El Rodadero.
Las temperaturas son muy altas, pero en las playas siempre se venden ropas adecuadas.

Para pasarla bien

¿Cuál fue el error, por qué hubo tantos inconvenientes? El primer error básico fue la agencia de viajes. La experiencia me dice que lo barato sale caro. La propuesta era 18 días en playas de arena blanca y mar turquesa a un precio más que accesible con sistema all inclusive. Sin embargo, no se cumplió estrictamente con lo pactado. La calidad de todo era regular.
Hay que tener en cuenta que no es lo mismo pasear por el propio país que pasear por un país extranjero. Hay códigos distintos que no tienen que ver con el idioma sino con lo dialectal. Es fundamental saber adónde estamos viajando, cuál es el clima, la comida.
¿Por qué me caí de la chiva rumbera? Porque bajé sin cuidado, desde adelante. Tenía que bajar de espaldas como una escalera de esas que tenemos en casa y usamos cuando queremos cambiar una bombita, por ejemplo.
¿Por qué me lastimé con el coral? Es básico saber que las playas coralinas son hermosas para ver, pero no se puede caminar descalzo por la arena ya que lo más probable es lastimarse.
¿Cómo podrían haberse evitado los problemas de Capurganá? Mi error fue arriesgarme teniendo la pierna accidentada. Yo no debía subir a esa lancha, tenía que quedarme en el complejo. Cuando decidimos hacer turismo ecológico o de aventura, tenemos que estar preparados. El que no disfruta con los riesgos no debe correrlos. No es para personas mayores ni para familias con niños.
No nos tenemos que dejar llevar por las fotos, las fotos pueden ser engañosas, hay que buscar información del lugar antes de realizar el viaje.
El paquete de estos cuatro sitios juntos es demasiado amplio, ya que atraen a públicos distintos. Cartagena /San Andrés sería una opción atractiva. Santa Marta es un destino para conocer durante una semana y Capurganá es para quienes gustan del turismo de aventuras.
De todos modos, a pesar de los accidentes que tuve, yo lo recomiendo.

Fotos:

1 Vista panorámica de Santa Marta
2 Atardecer en Santa Marta
3 Isla de San Andrés
4 El color del mar en San Andrés
5 Cartagena de Indias
6 Capurganá
7 Barrio histórico de Cartagena
8 Panorámica de la ciudad
9 Buceo, la actividad más atractiva de la zona por la cantidad de corales que tiene la zona.